DR. JAMES TYLER KENT (1849-1916)
James Tyler Kent, hijo de Stephen Kent y Caroline de Tyler, nació en el estado de Nueva York, en la localidad de Woodhull, el 31 de marzo de 1849.
Se graduó en la Universidad Franklin de Prattsburg y posteriormente continuó sus estudios en la Academia de su ciudad natal. Su educación superior prosiguió en la Universidaad de Madison en Hamilton, en donde obtuvo una licenciatura en filosofía a la edad de 19 años. Después de eso, asistió a la Universidad Médica de Bellevue, en donde obtuvo una maestría en el año de 1870; pero sus verdaderos estudios médicos concluyeron en el Instituto de Medicina Ecléctica, en Cincinnati, Ohio, en donde, a la edad de 25 años, aprobó de manera por demás brillante sus exámenes finales y recibió su cédula profesional para ajercer la medicina.
Esta escuela le enseñó todas las ramas de medicina que existen en Europa: anatomía, histología, fisiología, anatomía patológica y luego las diferentes clínicas. Pero el plan de estudios de terapia era mucho más amplio que el de Europa; era alopático, homeopático, naturopático y quiropráctico, y también incluía otros métodos que eran desconocidos o apenas conocidos en Europa. De aquí el nombre de “Escuela Ecléctica “.
Se casó a la edad de 26 años. Su esposa era estadounidense y, al igual que él, bautista. Se estableció y comenzó a ejercer la medicina en San Luis Missouri en el año de 1874. Era un hombre austero y muy recto, lo mismo que un doctor muy trabajador y bastante consciente. Muy pronto comenzó a forjarse un nombre a través de diversos artículos publicados en revistas médicas eclécticas, y se convirtió en uno de los principales miembros de la Asociación Nacional de la Medicina Ecléctica de los Estados Unidos. Tal vez deberíamos apuntar que, a pesar de que la escuela ecléctica tenía una elogiable tolerancia hacia una variedad de diferentes terapias, el hecho de que no defendiera a ninguna de ellas por encima de las otras, sino que más bien le diera a los estudiantes la completa libertad de seguir los dicatados de sus preferencias o influencias personales, representaba para unos una ventaja, pero para otros una seria desventaja. Kent decidió orientarse hacia una ciencia médica que resultaba más positiva y más segura.
Como resultado de sus cualidades personales y sus amplios conocimientos, fue designado profesor de anatomía de la Universidad Americana de San Luis, a la edad de 28 años. Para ese momento, únicamente tenía un conocimiento muy superficial de la homeopatía y no la practicaba, dedicándole todo su tiempo a la enseñanza de una de las ramas más concretas de la medicina: la anatomía.
Aunque no era muy expresivo, adoraba a su esposa, y se veía muy afectado cada vez que ella se enfermaba. De hecho, ni él ni ninguno de sus colegas eclécticos o alópatas más competentes habían tenido el más mínimo éxito con la astenia, la debilidad, el insomnio persistente y la anemia que la obligaban a permanecer en cama durante meses. A medida que pasaba el tiempo, su condición se deterioraba. Su esposa entonces le pidió que consultara a un doctor homeópata ya entrado en años que le había sido recomendado como un doctor bastante experto. A Kent no le agradó la idea, pues ya había consultado con todas aquellas personas que tenían alguna reputación en San Luis y, para una condición que a él le parecía más seria cada vez, pensaba que de verdad resultaba grotesco una posibilidad como la homeopatía, con sus ridículas y pequeñas dosis. Pero finalmente cedió ante la insistencia de su esposa, e incluso dijo que le gustaría estar presente durante la consulta.
El Dr. Phelan, con su barba blanca y su saco negro, llegó una tarde con su carruaje, y dedicó más de una hora a hacerle preguntas aparentemente tontas a la paciente, algo que le parecía a Kent tan poco relacionado con la enfermedad de su esposa, que no podía evitar destornillarse de la risa detrás de sus patillas al mismo tiempo que se recarga contra el pedestal de la cama. El doctor le hacía a su mujer preguntas sumamente detalladas acerca de su condición mental, sus temores, sus deseos y sus preferencias alimenticias, a pesar de que era bastante obvio que ella no tenía ninguna alteración de tipo digestivo. También le preguntó acerca de sus indisposiciones, sus reacciones al frío, al calor a las influencias del clima, de las estaciones, etc., la auscultó y la examinó, y le pidió al doctor Kent que trajera un vaso de agua, algo a lo que éste accedió.
Cuando Kent vio al doctor poner unos diminutos glóbulos en el agua e indicarle a su esposa que tomara una cucharada cafetera cada dos horas hasta que, ¡qué ocurrencia!, se durmiera cuando ella no había cerrado los ojos en semanas, Kent concluyó que el hombre era un tonto o un impostor, y le mostró el camino hacia la puerta de una manera poco ceremoniosa.
Kent se encontraba en su oficina, que ocupaba la habitación contigua a la de su esposa, preparando una de sus conferencias y no queriendo hacerla sentir mal, fue a verla dos horas más tarde para darle su pequeña cucharada de medicina, sin ninguna convicción, Pero después de su segunda dosis estaba tan absorbido en su trabajo que se le olvidó regresar a su habitación. Únicamente se acordó cuatro horas más tarde, y cuál sería su estupefacción cuando, al entrar al cuarto, encontró a su esposa profunda y pacificamente dormida algo que no había sucedido desde hacía mucho tiempo. A pesar de muchas drogas cuidadosamente administradas. El viejo doctor regresó todos los días y poco a poco, la paciente mejoró hasta incluso pudo levantarse y unas semanas más tarde, ya se había recuperado por completo.
Lo que ningún profesor de medicina, sin importar su fama, había podido hacer, lo había hecho este sencillo médico homeópata: de manera inmediata, amable y restableciendo la salud de su esposa de manera permanente. Kent se sintió profundamente impresionado, y como era fundamentalmente un hombre recto y honesto, se sintió obligado a disculparse con su colega, confesándole su escepticismo y su completa falta de confianza durante su primera visita, y su conversión total después de la notoria mejoría en la condición de su esposa. Este resultado, cuya evolución había visto día tras día, no podía ser de ninguna manera una mera casualidad. ¿Podría la homeopatía ser un sistema realmente válido? Se sintió tan impactado por esa curación que decidió estudiar esta terapia a profundidad.
Bajo la guía del doctor, estudió el Organón de Hahnemann, el trabajo fundamental de la homeopatía, y trabajó día y noche, leyendo todo aquello que cayera en sus manos acerca de este paradójico método. Se nos ha referido que llegaba a pasar varias noches seguidas en vela, incluso semanas, con una gabardina sobre sus hombros para no sentir frío, devorando todo pedazo de literatura que se hubiese publicado en los Estados Unidos acerca de este tema. Estaba tan inmerso en ello, que primero renunció totalmente a su cargo de profesor de anatomía, lugo como miembro de la Sociedad Nacional de la Medicina Ecléctica, y a partir de ese momento se convirtió totalmente a la homeopatía.
En lo sucesivo se dedicó en cuerpo y alma a esta nueva doctrina, cuyo profundo valor y verdad empezó a percibir. Kent estendía especialmente, comparándola con todos los demás métodos que había aprendido, que era la única que ofrecía una ley y principios que podrían ser seguidos como guía durante la terapia
Todos los demás sistemas le parecían riesgosos e inconstantes, ya que sus instruciones cambiaban todo el tiempo. Las escuelas alopática y ecléctica actuaban sobre la base de resultados finales, cuando lo más importante de la homeopatía era que se acercaba a las causas fundamentales tanto como fuera posible. También había notado que, cuando un médico trataba los resultados finales, aun cuando éstos se encontraran bastante cerca del inicio dentro de la secuencia de causas y efectos, jamás se alcanzaba realmente ninguna mejoría o ayuda duradera, por no mencionar la curación.
Kent también había notado que cualquier terapia que actuara sobre la base de los resultados finales únicamente producía complicaciones, y era ésta una de las razones por las que él había abandonado esta práctica para convertir en profesor, y aquí, de repente, la enfermedad de su esposa le había mostrado una nueva direción. Su estudio de la homeopatía le trajo tal certidumbre y convicción, que no estuvo satisfecho sino hasta encontrarse totalmente preparado para aplicarla con toda la conciencia y el rigor que la doctrina demandaba. Fue durante esta época que pudo observar la diferencia entre todas las demás terapias y la homeopatía practicada de acuerdo con las indicaciones precisas de su fundador.
Kent comenzó a atender pacientes de nuevo, pero en esta ocasión, iluminado por todo lo que había aprendido de su colega homeópata y como resultado de su incansable trabajo, se demostró a sí mismo, a través de muchas curas documentadas, la verdad perfecta de la ley de los similares, la necesidad de individualizar y, gracias al método de potenciación descubierto por el fundador de su método, Samuel Hahnemann, el increible valor de la dosis infinitesimal.
En 1881 aceptó, además de su práctica floreciente, el cargo como profesor de anatomía de la Universidad Homeopática de Missouri, y luego el cargo de profesor de cirugía, especialidad que practicó y enseñó por dos años, hasta que el doctor Uhlmeyer se retiró como profesor de materia médica y le pidió que lo sustituyera, sustitución a la que accedió para satisfacción de todo el mundo. Finalmente renunció a este cargo unos años más tarde para asumir el cargo de profesor decano en la Facultad de Medicina Homeopática de Filadelfia, en donde impartió un curso avanzado en materia médica dirigido a médicos.
Fue en esta época que perdió a su primera esposa, un hecho que le provocó un cruel sufrimiento durante varios meses, perdiéndose de manera más ardiente que nunca en su rabajo como pionero de la homeopatía, haciendo pruebas en sí mismo, tratando de perfeccionar incansablemente el arte y la técnica de la homeopatía. Fue en esta época que estudió los trabajos de Swedenborg y adoptó su filosofía, que ofrecía técnicas trascendentales para los problemas de las curas y las enfermedades sin dejar de ser práctica, permitiéndole formular una manera de estudiar los síntomas y encontrar el simillimum, algo que podía enseñarse y practicarse de manera práctica.
Fue en esta época que se sintió atraído hacia una paciente a la que había tratado durante mucho tiempo y que se convirtió en su segunda esposa, Clara-Louise, que había concluído sus estudios médicos y se dedicaba también a ejercer la medicina. Esta paciente había consultado a los doctores homeópatas más famosos de los Estaods Unidos y todos ellos le habían recetado Lachesis, ya que presentaba todos los síntomas de este remedio. Kent estudió su caso con gran atención y reflexionó en torno a él durante largo tiempo, para finalmente concluir que ella había estado manifestando síntomas de Lachesis durante muchos años hasta que finalmente desarrolló un miasma yatrogénico de Lachesis. La repetición constante de un remedio después de que uno ya ha desarrollado sus síntomas puede crear una enfermedad yatrogénica, que en ocasiones puede volverse muy grave e incluso incurable. Kent predijo que la paciente tendría síntomas de Lachesis toda su vida lo cual, sorprendentemente, resultó totalmente cierto y afirmó que ella jamás debería tocar este remedio de nuevo. Durante el resto de su vida ella tuvo que usar el antídoto a los efectos de estas drogas. Su personalidad competente e inteligente la convirtió en una esposa inspiradora, y fue junto a ella que ejecutó sus trabajos maestros: sus Conferencias sobre la Filosofía Hoemopática, Materia Médica y Repertorio, que habremos de comentar más adelante. La presencia y el constante apoyo de esa colaboradora fue infinitamente valioso para el maestro, pero ella no pudo reducir su trabajo excesivo, o controlar su infatigable devoción a la gran causa a la que se había comprometido, o hacerlo descansar.
Después de varios años de intensa actividad en Filadelfia, fue invitado a Chicago para ocupar el mismo cargo en la Universidad Médica de Dunham. Se convirtió en un doctor famoso, que personas de todos lados acudían a consultarlo, y a la edad de 56 años se convirtió en profesor y decano de la famosa Universidad Médica Herinf de Chicago, y también impartió cátedra en la Universidad Médica de Hahnemann en la misma ciudad. Pero fue en Chicago que realmente comenzó a trascender. Se convirtió en director de una clínica en donde le enseñaba a especialistas médicos cómo analizar y seleccionar rápidamente los síntomas significativos de un caso. Para dar una idea de su actividad, además de su ocupada práctica privada, en este dispensario en Filadelfia por sí solo, ¡él y sus alumnos atendieron a más de 18.800 pacientes en 1896 y 16.000 en 1897! Sus conferencias tenían una gran demanda. Kent de manera directa cuestionaba a los médicos que asistían a ellas, y a aquellos cuyas respuestas no le satisfacían en ocasiones no les hacía preguntas de nuevo, ¡una prueba formidable para los futuros hoemópatas!
En sus Conferencias sobre Filosofía Homeopática, colocaba el Organón de Hahnemann sobre el escritorio y caminaba de un lado a otro con las manos detrás de su espalda, exponiendo toda la profundidad que su inteligencia y largas horas de meditación habían acumulado en relación con cada uno de sus casi 300 paragrafos. Sobre el primero de estos, el más corto del Organón, ¡Kent podía hablar durante más de una hora!
Se molestó cuando escuchó que sus alumnos querían publicar sus notas escritas a mano acerca de sus conferencias, ya que él consideraba que eran inadecuadas y no estaban pulidas; pero gracias a la insistencia de ellos este trabajo, que de manera tan magistral plantea la teoría y la práctica de la doctrina de Hahnemann, finalmente vio la luz.
Durante sus conferencias sobre materia médica, Kent abría uno de los diez volúmenes de la Guía de Síntomas de Hering y, en una exposición analítica y de tipo comercial, los hacía cobrar vida, dando la imagen y la personalidad de cada remedio, apuntando sus características, cada una de ellos con sus pros y sus contras, revelando su carácter único.
Por último, al no saber dónde encontrar un diccionario de síntomas que le permitiera encontrar los remedios que tuviera un síntoma dado, y al no contar más que con los pequeños trabajos de Lippe y Lee para fines de consulta, dedicó días y noches, literalmente arruinando su salud, para integrar el repertorio mejor y más completo de síntomas que se conoce hasta ahora, que abarcaba un total de 1.420 páginas. Fue únicamente con gran dificultad y después de repetidas solicitudes, que sus estudiantes lo persuadieron de publicar ese trabajo, aunque él sentía que estaba incompleto y que lo había hecho para él mismo, para ayudarle a encontrar los remedios adecuados para sus pacientes.
Kent acostumbraba darle a sus estudiantes dos consejos, entre otros, que me gustaría recordar aquí y que me fueron trasmitidos por sus discípulos más carcanos, el Dr. Austin y el Dr. Gladwin:
1. “Cuando ya hayan recetado uno, dos o tres remedios sin resultados, especialmente en casos agudos, pero desde luego también en casos crónicos, les ruego que se detengan y no continúen. Éste es el momento de dar un placebo, algo que deberían haber hecho al principio para provocar un buen efecto. El aplicar esta regla es mucho más fácil que sencillamente “hacer algo” administrando un remedio seleccionado incorrectamente del que ustedes no esten seguros, y que no correponda a los síntomas esenciales del caso, ya sea porque no conocen ustedes el remedio o porque no conocen los síntomas esenciales del paciente”.
“No den ningún remedio antes de reconsiderar su caso; esperen pacientemente el desarrollo de los síntomas, de la misma forma en que lo haría un cazador que acecha a su presa y espera hasta que sea apropiadamente visible para hacer el tiro que la matará. Aprendan a esperar y a observar, y no pierdan la cabeza”.
2. “Cada vez que estudien un caso para encontrar el remedio constitucional, no nada más se limiten a encontrar el simillium (el remedio con la similitud más cuantitativa y cualitativa), sino que, al igual que Guillermo Tell, al que se le atribuyó disparar una flecha hacia una manzana que se encontraba sobre la cabeza de su hijo, y seleccionó dos flechas en vez de una (la segunda para el hombre que le había dado la orden, si no daba en el blanco y hería a su hijo), siempre tengan un segundo remedio bajo la manga, un remedio que se asimile al primero tanto como sea posible; de esta forma, no tendrán ustedes ningún riesgo que perder en el caso de su segunda prescripción”.
Sobreexcitado por su trabajo docente, el ejercicio de escribir, el enorme número de pacientes a los que visitaba en sus casas y los pacientes que lo visitaban en su consultorio, al igual que por la enorme cantidad de cartas y telegramas en los que la gente le pedía consejos día y noche, decidió, ante la insistencia de sus pupilos, tomar un descanso y aprobechar esta oportunidad para escribir por lo menos un verdadero libro sobre homeopatía, toda vez que pensaba que sus tres grandes trabajos no eran más que auxiliares de la memoria.Dejando su práctica y sus conferencias, se fue, no sin alguna dificultad, a su casa de campo de Sunnyside Orchard, cerca de Stevensville, en Montana. De manera imprevista, sin embargo, tan pronto como llegó, la bronquitis catarral, de la que había estado padeciendo durante meses, se transformó en la enfermedad de Bright, y después de dos semanas de enfermedad murió el 6 de julio de 1916, sin duda alguna como resultado de agotamiento producido por años de trabajo excesivo.
Esto representó un terrible golpe para la profesión, para todos sus amigos, para sus innumerables pacientes y, sobre todo, para sus muchos estudiantes, a quienes se había entregado de manera constante e incondicional. Kent era miembro de muchas diferentes sociedades. La Sociedad Médica Homeopática de Illinois, La Asociación Hahnemanniana Internacional, el Instituto Estadounidense de Homeopatía, la Sociedad de Homeópatas, que él había fundado y, además, era miembro honorario de la Sociedad Homeopática Británica.
Sin duda alguna, Kent era uno de los homeópatas más competentes no sólo en los Estados Unidos, sino en el mundo entero, y en los congresos médicos que frecuentemente siempre se le pedía que aceptara cargos de honor, pero casi siempre los rechazaba porque su modestia era tan grande como su concocimiento.
Se quedaba en casa trabajando y estudiando más y más porque odiaba el alboroto, y no podía escuchar a gente ignorante hablar de homeopatía cuando ni siquiera había entendido sus principios más básicos.
Como era muy famoso, en cada congreso al que asistía muchas personas se le acercaban y le hacían preguntas; pero no había nada que le disgustara más que los grupos de pedantes pomposos que se acercaban a él para hacerle preguntas elementales que revelaban una ignorancia total acerca de la homeopatía Hahnemanniana, que él entendía y veneraba por encima de todas las cosas.
En un congreso, un médico de barba blanca, que se expresaba bastante bien, se le acercó junto con otros doctores y le preguntó: “¿Qué receta usted en casos de sífilis?” “¿Y en el caso de la ciática?” “¿Y para el reumatismo? Kent, molesto por la falta de comprensión tan rotunda acerca de la Homeopatía, le constestó con su acento texano: “No sé, sencillamente no sé”. El doctor contestó; “Pues bien, yo prescribo Bryonia cuando existe una agravación del movimiento, y Rhus cuando existe una mejoría”. Y Kent, estupefacto, le respondió: “¡Gracias!” A continuación el grupo se retiró, y alguien dijo: “Si esa es la celebridad de la que hemos escuchado tanto, de verdad estoy decepcionado”. Desde luego, en casos de homeopatía, es una herejía decir: “Yo administro tal o cual remedio para el reumatismo o para el eccema”, porque tratamos al paciente reumático y al paciente que tiene eccema, y no a una enfermedad.
Desde el momento que se convirtió a la homeopatía, Kent jamás se cansó de proclamar lo que los doctores de todas las escuelas ya habían repetido: no existen enfermedades, únicamente existen peronas enfermas. Pero, en contraste con aquellos que lo repiten de manera tan insistente sin aplicarlo, eso era para él una práctica diaria constante en todos los casos que trataba.
No dejaba de repetirle a sus estudiantes, y de afirmarlo en sus escritos, que uno puede y no debe tratar un “diagnóstico”, una etiqueta patológica, sino que más bien uno tiene que considerar a la enfermedad como un síndrome, y tratarla considerando las modalidades personales de los pacientes, estudiando la forma en la que cada paciente elabora su enfermedad, haciéndole preguntas a fondo para averiguar qué es lo que lo caracteriza y buscando síntomas raros y peculiares. Es esto lo que significa tratar a un paciente, y no que de manera vaga y general se conoce como enfermedad. Desde luego, al tratar a un paciente de esta forma, uno trata su enfermedad. No existe un tratamiento que tenga un valor absoluto. Un tratamiento únicamente es tan bueno como pueda ser para un organismo particular, en un momento particular de su existencia, y en condiciones particulares determinadas por su estado fisiopatológico.
¡El estar equivocado en una pregunta tan esencial, equivale a demostrar que uno es todavía un novato, y que ni siquiera ha dejado los pañales!.
Se ha escrito mucho acerca de la extraordinaria personalidad de Kent. Los jueces más capaces lo consideran como un maestro indisputable, al igual que uno de los mejores representantes de la escuela de la homeopatía estadounidense. Algo excepcional acerca de él fue que combinó a la perfección los talentos de un excelente maestro y, como resultado de sus espectaculares curas, de un incomparable médico. Dos cosas extraordinarias acerca de este ser superior fueron su nivel de conciencia absoluta en todas las cosas que emprendía y la imparcialidad de su rectitud perfecta.
Kent estudiaba perfectamente todo lo que tenía que hacer; no le interesaba hacer nada que no hubiera dominado, paso por paso, desde el principio. Es así que sometía a prueba la homeopatía, verificando en la práctica lo que él había estudiado; y es esto lo que le permitía transmitirla tan bien.
Impartió cátedra por espacio de 35 años, mostrándose constantemente feliz por impartir las verdades que había descubierto. Cualquier persona que tuviera, o pareciera tener, el deseo de conocimiento y el deseo de practicar la homeopatía, siempre encontró en él una infinita devoción a la causa que él sabía que era cierta, y a la que sirvió sin considerar esfuerzo o sacrificio alguno.
Nada lo hacía más feliz que poder responder a las muchas personas homeopáticas de sus estudiantes. Trabajaba todo el tiempo, jamás desperdiciaba un solo momento; usaba todo minuto disponible para revisar, corregir, escribir o estudiar ya fuera materia médica o la aplicaciónde los principios homeopáticos, o casos clínicos, o su Repertorio, en el que trabajó en la medida en que su salud se lo permitió. Jamas fue informal en sentido alguno, y sabía como encontrar fuentes originales, tomando su información únicamente de autores absolutamente confiables y veraces. Dedicó toda su vida a la homeopatía. Penetró en las enseñanzas de Hahnemann hasta sus raíces más profundas, descubrió en ellas todo aquello que no hubiera sido bien comprendido anteriormente, y continuó su trabajo de manera tan perfecta que, al leerlo, en ocasiones se tiene la impresión de estar leyendo a Hahnemann mismo. Al igual que el fundador de la homeopatía, Kent fue un precursor que vivió un siglo adelantado a su época. Hahnemann enseñó lo que era la enfermedad, cómo es que evolucionaba en diferentes pacientes, y la famosa ley de los similares, que le permitía al doctor descubrir el remedio. Kent siguió adelante, y llegó incluso más allá. Demostró cómo tomar el caso, cómo estudiarlo, cómo establecer la jerarquía de los síntomas y, sobre todo, cómo decidir qué hacer después de la primera prescripción, cómo interpretar las muchas reaciones que le seguían a su acción y cómo conducir al paciente hacia su curación de manera científica. Fue él quien descubrió los criterios que decidían si el remedio se encontraba actuando sencillamente de manera supresiva o realmente curando, si la cura era natural o en realidad el resultado del remedio, si un caso era curable o no, y la famosa ley de las potenciaciones progresivas.
“Este consumado maestro en el campo de la ciencia y la medicina homeopática”, escribía el Dr. Gladwin, “nos ha legado trabajos imperecederos gracias a su incansable labor y sus cualidades excepcionales. Pero, además, nos mostró el ejemplo de la paciencia infinita, la amabilidad constante, y condujo nuestros pasos titubeantes en el mundo de las verdades homeopáticas, sin escatimar ni tiempo ni esfuerzo para explicar todos los pasos del camino que teníamos que recorrer, corrigiéndonos constantemente y regresándonos al camino correcto cuando, como resultado de la ignorancia, la torpeza o la negligencia, nos apartábamos de la ruta de la verdad”.
Después de su muerte, todos sus discípulos comentaban que había sido su profesor favorito, su verdadero maestro, su inspiración, su amigo.
La ayuda que les brindió era tan amable y tan afable, tan rica en términos de enseñanzas prácticas, que lo consideraban como un padre espiritual o un hermano mayor. Todo el mundo lo amaba y lo respetaba.
Uno podría de verdad decir que en todo caso grave y difícil que le era presentado, Kent siempre ofrecía una ayuda competente y efectiva. Mi querido maestro, el Dr. Gladwin de Filadelfia, dirigiéndose a los numerosos médicos de todo el mundo que tuvieron el privilegio de trabajar bajo su dirección, escribió: “Ustedes saben que sus mejores resultados fueron obtendidos cuando siguieron estrictamente sus enseñanzas, y que sus fracasos se produjeron en aquellos casos en los que no hicieron caso de ellas. Para ustedes, debo repetir que Kent me dijo en sus propias palabras: “Todas mis últimas publicaciones, todas las pruebas realizadas en mí mismo y en mis estudiantes, las escribí para ellos, porque las necesitaban”.
Aproximadamente seis meses antes de su muerte, hablando acerca de su trabajo, Kent afirmó: “Siento que me estoy aproximando al final de mi tarea. Si mi trabajo ha de continuar, será porque mis discípulos lo tomen y lo desarrollen”.
Sus publicaciones son un monumento de la ciencia homeopática. Es su honestidad perfecta y su escrupulosa conciencia lo que garantiza el valor inapreciable de sus enseñanzas y sus escritos. Sus escritos provienen de la fuente misma de la ciencia homeopática: Kent hizo pruebas consigo mismo. Primero que todo, se basó de manera total en Hahnemann y, luego, en C. Lippe, Hering, T. F. Allen, Hempel, Dudgeon, Dunham, W. Wesselhoeft todos hoemópatas de reconocida y prestigiada rectitud intelectual.
Si Kent brilla como una estrella fija en el firmamento de la homeopatía, sería injusto no mencionar a otras personalidades de gran valía que vinieron antes que él. Sería muy difícil establecer una jerarquía de su valor en lo que se refiere a su concocimiento de la homeopatía.Cada uno de ellos tiene una piedra preciosa dentro de la cororna de la homeopatía. Ademas de los nombres ya mencionados, me gustaría mencionar a los Dres. E. J. Lee, T. Wilson, P. P. Wells, E. Bayard, W. Guernse, A. Lippe, Fincke, Swan, C. Pearson y H. Farrington, pero sobre todo al grandioso H. C. Allen, quien junto a C. Hering y Kent, es uno de los tres homeópatas estadounidenses más grandiosos. Los tres fueron ciertamente genios, ya que penetraron en los principios fundamentales de la doctrina, continuando en el espíritu de Hahnemann el gran trabajo que este había comenzado.
Kent se liberó de los prejuicios escleróticos de la escuela oficial, partió desde cero y, por ello, comprendía esta nueva ciencia. Ël entendía que es necesario curar, y no camuflar; es necesario ayudarle al paciente liberándole, sin complicar su enfermedad con productos tóxicos; es necesario seguir leyes y principios, y no cambiar de manera arbitraria las teorías de la opinión médica en boga en esa momento.
Tuve el enorme privilegio de conocer a sus mejores discípulos: Del Mas, Dienst, Thacher, Green, Loos, Sir John Weir, Fergie Woods, y a mis profesores el Dr. Austin y el Dr. Gladwin.
Las Conferencias sobre Filosofía Homeopática, que fue uno de los temas más importantes que Kent enseñó por espacio de veinticinco años, de ninguna manera es solamente para homeópatas, sino que pueden ser leídas con gran provecho por cualquier doctor de mentalidad abierta que desee aprender y formarse una opinión personal acerca de este método, en vez de repetir, igual que mucha gente estrecha y limitada, que la homeopatía es únicamente charlatanería. Después de leer la Filosofía Homeopática, todo el mundo puede juzgar por sí mismo el valor de esta doctrina, que no ha sido todavía admitida en la educación médica actual, y formarse una opinión acerca de esa deficiencia en el plan de estudios médicos.
Después de Hahnemann, el fundador de la homeopatía, Kent escribió los tres libros más importantes en la homeopatía, y si los estudiamos y entendemos adecuadamente, nos permitirán practicar la homeopatía clásica y obtener sus recompensas.
El avance en el campo de la homeopatía no consiste en quemar lo que ha sido adorado en el pasado, o en modificarlo; sino sencillamente en completarlo y perfeccionarlo.
Desde luego, la medicina ha evolucionado desde la época en la que se escribieron los libros de Kent. Pero la verdad no cambia.
Aportaciones de J. T. Kent
Su contribución científica es conocida en el mundo entero como resultado de su valor teórico y práctico, y consta básicamente de tres trabajos principales:
1. Sus Conferencias sobre Filosofía Homeopática, que tuvieron cuatro ediciones y una edición conmemorativa.
2. Sus Conferencias sonre Materia Médica Homeopática, que tuvieron tres ediciones. Ëste es un volumen grande, único en su tipo, que trata 183 remedios en un total de 982 páginas. No se trata de un estudio analítico de materia médica como los que uno encuentra en la mayor parte de la literatura médica, sino en un estudio sintético, que pinta inolvidables imágenes vivas de las características de las drogas.
3. Por último, un volumen de 1.423 páginas, el Repertorio de la Materia Médica Homeopática, inspirado en el Repertorio de los Síntomas Característicos, Clínicos y Patogenéticos de la Materia Médica Homeopática del Dr. E. J. Lee, publicado en el año de 1889. El Repertorio de Kent es un diccionario sintomático de las sensaciones y signos que las drogas producían en individuos saludables. Se imprimieron un total de seis ediciones; la tercera, la cuarta y la quinta fueron revisadas por su esposa Clara-Louisa, el Dr. Gladwin y un servidor. La Sra. Kent murió en 1943, a la edad de 91 años, en Chicago.
Esta triología es la base del conocimiento que todo médico interesado en la práctica de la homeopatía debe adquirir; contiene, antes que otra cosa, los fundamentos de la doctrina, luego los medios para curar y, por último, el diccionario que indica los remedios que corresponden a la sintomatología del paciente. También debemos mencionar la Revista de Homeopatía editada por Kent de 1897 a 1903, siete volúmenes en los que se incluyen las conferencias que impartió a médicos avanzados, con muchos artículos personales, y algunos artículos escritos por sus discípulos, que cubren la doctrina y la terapia de la homeopatía en general. Los escritos de Kent sobre filosofía y materia médica se publicaron en esta revista por medio de entregas parciales antes de publicarse en forma de libro.
Existe un folleto de 22 páginas intitulado Lo que el Doctor Necesita Saber para Hacer una Prescripción Exitosa, el cuestionario más completo jamás creado para un doctor que realiza una revisión.
De 1912 a 1916 publicó junto con sus discípulos una revista de discursión de nombre The Homeoeopathician (“El Homeópata”), seis volúmenes de homeopatía pura. La Dra. Julia Loos fue la fiel secretaria encargada de esta empresa. La alta calidad de esta publicación, su perfecta impresión y su inteligente distribución de sus páginas, la selección de los artículos y el valor de la enseñanzas que contiene, la convierten en una de las colecciones de escritos más útiles y preciados que cualquier Hahnemanniano podría desear.
También existieron muchos artículos publicados en diferentes revistas y boletines homeopáticos, sobre la doctrina, la teoría y la práctica homeopáticas.
No debemos olvidar las importantes contribuciones de Kent a la materia médica, ya que durante su vida realizó importantes pruebas, en él mismo y en sus estudiantes, de veintiocho remedios diferentes, entre ellos catorce que hasta ese momento jamás habían sido utilizados. Alumina phosphorica, Alumina silicata, Aurum arsenicum, Aurum iodatum, Aurum sulphuricum, Barium iodatum, Barium sulfuricum, Calcarea silicata, Cenchris contortrix, Ferrum arsenicum, Kali silicatum, Natrum silicatum, Vespa vulgaris, Zincum phosphoricum.
La doctrina homeopática no es cosa de juego. Adquirirla y comprenderla demanda mucho trabajo; para aplicarla, se requiere aún más. Pero recompensará ampliamente a cualquier persona que pague el esfuerzo.
Referencias: Introducción del Final General Repertory Kent´s de Pierre Schmidt